Debe ser la época, el clima, la luz. Debe ser que cada cierto tiempo miro atrás.. y adelante. Debe ser que no siempre me gusta lo que veo. Debe ser que otras veces sí. Debe ser que hoy fue un día largo. Debe ser que los días largos a veces traen noches largas también.
Debe ser que lo debo hace tanto tiempo.
Me acuerdo de estar tirada en esa tierra hirviendo y sólo poder mirar al cielo, pensando que en ese minuto tenía que rezar, tenía que rogarle que me dejara volver a caminar. Pero la rabia era más grande. "No voy a rezar, no pienso rezar. Ándate a la mierda, no me puedes hacer esto".
Aprendí lo que es ser nada. Ser tan frágil, tan vulnerable, tan ... nada. Aprendí que no hay ningún lugar seguro en el mundo, aprendí que no hay ningún momento en el que no haya riesgos .. en el que no esté en peligro.
Aprendí de la grandeza humana, de esa que tiene la cara de siempre, pero que durante esos días tirada en una cama (tirada, no hay más forma de decirlo) con la vida envuelta en el ombligo, fue la cara de una nueva Pili, una nueva Nasha, un nuevo Pedro, Jorge, Guille, Trini, Amaya ... fue la cara de mi cable a tierra, de la salvación de mí misma.
Aprendí de la grandeza humana. Estábamos en Argentina, éramos chilenos, nos habíamos dado vuelta en auto y yo no sentía las piernas. Estábamos en Argentina y tenía tanto miedo. Y ahí, en un país que no es el mío, descubrí la grandeza humana. La grandeza de todos los que nos
cuidaron, los que nos cuidaron de verdad. Nos hicieron sentir protegidos cuando la vida nos quería con esos amores traumáticos, tormentosos. Estábamos en Argentina y éramos chilenos y nos dieron su tiempo, sus cuidados, su preocupación. Me dieron el aliento cuando pensé que ya nada más podría volverme a hacer respirar.

Y después, llegué a mi tierra. Los pasillos chuecos, de paredes grasosas y techos roídos a medio caer. La sala común, de gritos comunes, de quejidos, de muerte. Dos muertos: uno a cada lado de mi cama. Una señora mayor, que murió llorando porque tenía miedo, porque estaba sola. Un hombre joven, que murió gritando por un cuerpo que se deshacía después de castigarlo y herirlo durante años, cada vez que tomaba en alguna esquina de algún lugar. Un hombre que a los 36 años gritaba como deben hacerlo algunos animales heridos, mientras moría solo.
En mi país aprendí cómo es vivir anestesiado: Anestesiado del dolor ajeno, anestesiado de su sufrimiento. En mi país conocí cómo es pasearse con un delantal blanco y mirar el dolor como si fuera un ratón en una jaula ridícula y grotesca.
Tantas veces he escuchado de lo mala que es la salud pública en Chile. Pero nunca me había imaginado cuán pequeño, cuán indefenso se siente el que sufre y necesita con desesperación a ese otro de traje blanco. Cuánto miedo, cuánto dolor puede sentir el que pone su vida en esas manos tan ásperas de misericordia.
He escuchado mil veces de lo mala de la salud en Chile. Pero nunca pensé en cómo se rompe el alma, cómo se pierde el norte y la vida es caótica y tenebrosa cuando el dolor es todo lo que domina la mente, el cuerpo. Nunca pensé en cómo se necesita a ese de traje blanco para que cuide de uno, para que le diga que las cosas van a estar bien, que no hay que tener miedo. Nunca pensé en lo que significaba eso de la "mala salud en Chile"... la mala salud del alma, la mala salud de la vocación de salvar vidas, de cuidar vidas.
Eso hasta que llegué a la Clínica Alemana. Eso hasta que la plata pudo pagar el cuidado, la dignidad. Porque yo pude salir del hospital de Osorno, porque yo sólo estaba de paso, porque yo llegaría a otro lado, otro lado en el que me sintiera segura, otro en el que sabía que me sanarían. Pero allá, la señora al lado de mi cama se murió sola, llorando de pena.
Nunca había pensado en lo que significaba la "mala salud en Chile". Ahora dudo que pueda olvidarme.