
Esta vez, el golpe fue bajo. Y no es que hayan habido pocos golpes bajos, es sólo que se suponía que tenía media carrera a mi favor.
Te edito por novel, me dijo, y a mi me sonó a "te cierro la boca porque quiero y porque puedo".
Una vez otro profesor, en otro tiempo y en este también, dijo que somos lo que escribimos. Y yo me lo tomé en serio, muy en serio.
Entregué mi reportaje. Para los que han tenido que levantar un tema que nació muerto, un tema que no es tema, un tema que es un mero capricho del que se sienta delante con cara de "no estás cumpliendo las expectativas", el "entregué mi reportaje" suena a triunfo merecido, ganado, peleado.
Entregué, entonces, mi reportaje. Y terminó siendo el hijo bastardo de una relación promiscua. Bastardo porque no era mío ni de ellos. Promiscua por vendida, por relacionadora pública. Te edité por novel, me dijo. No me editó, le dije. Destrozó mi trabajo, y lo convirtió en el títere de una feria de barrio. Hizo de él lo que quiso para vender su idea, para lamerse los bigotes de su capricho cumplido. "Las ediciones son drásticas" me dijo, y ya no importa qué le dije.
Me acuerdo de una clase en particular, cuando en mi curso podía reconocer las caras y más de algún nombre. Cuando mis compañeros amaban el pelo de Eliana Rozas y su tono ronco. Cuando nos dijo que si cambiaban nuestro trabajo, si lo cambiaban tanto que ya no parecía nuestro, no podíamos firmarlo por todas esas razones ontológicas que hacían de ese pedazo de papel algo así como la extensión de nuestra alma, ahora violada, ahora mutilada.
Y no lo firmo. Y no es mío. Y no es de ellos. Y se suponía que esto no podía pasar, no entre periodistas. Y me editó por novel.
Bienvenida al mundo real, una vez más.
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